viernes, 4 de abril de 2014

ORGULLO S.A.

Miro abstraída por la ventana cuando veo pasar, entre el rugido del tráfico, una furgoneta de reparto de la antigua empresa de mis padres, aún rotulada con el nombre que ambos decidieron y con el logo que mi madre diseñó. Sin querer, siento una punzada de nostalgia, como cuando te cruzas con un viejo amigo con el que viviste grandes momentos pero cuya tendencia a meterse en líos acabó por alejaros. Cuando el principal sustento de una familia reside en su propia empresa, esta acaba convirtiéndose en un miembro más y su presencia invade buena parte de las conversaciones a la hora de la cena. Si la empresa va mal o hay algún problema, se traslada automáticamente al entorno doméstico, si por el contrario, el balance anual es positivo,  se celebra como cuando traías todo aprobado a final de curso.
Ser responsable de una empresa y de unos empleados que dependen de ti significa llegar el primero y marcharte el último, elegir las vacaciones cuando el resto ya las ha disfrutado y luchar con proveedores y clientes cada día. Los que nos hemos criado con unos padres que se dejaron la piel para que su empresa saliese adelante, sabemos que además de la faena atrasada, los disgustos también se colaban en el salón. Por eso, cuando una pequeña o mediana empresa, como son el 99% de las más de tres millones de sociedades de este país,  se ve obligada a cerrar porque el banco les cierra el grifo o las Administración no les paga, no solo se destruye riqueza y empleo, también desaparece una parte esencial de la trayectoria vital de una familia. Hace cuatro años que mis padres vendieron su empresa a otra compañía más grande. Me alegré de que se deshicieran de ella, pero al ver la furgoneta, no pude evitar recordarla con cierto cariño, pero sobre todo con orgullo.

Publicado en Las Provincias el 4/4/2014

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