Amados
y odiados, admirados y despreciados, cercanos y distantes, tan esenciales para
algunos como indiferentes para otros. Los profesores cumplen, a lo largo de la
existencia, un papel fundamental. En la infancia, los veneras como dioses; de
adolescente o te cambian la vida o te la arruinan y en la Universidad, pueden
influirte hasta decidir tu futuro. Para bien o para mal, los docentes marcan.
Sea cual sea su influjo, uno los recuerda con ese respeto que infunde la
autoridad que sobre ti ejercieron un día. Hace algunos fines de semana, me
tomaba una copa con una amiga periodista en un garito del centro. En la barra,
un grupo de señores con pinta de no salir mucho por la noche, charlaban y
repasaban con el rabillo del ojo a las señoritas que tenían cerca.
Al
darnos cuenta de que uno de ellos nos había dado clase en la carrera, nos
acercamos a saludarlo con cierta efusividad, fruto del efecto etílico de la
botella de vino de la cena. Hacía más de diez años que no lo veíamos. Lo
recordábamos como un tipo serio que recorría los pasillos de la Facultad con
ese aura de seguridad que otorga el desempeño de su profesión. Era uno de esos
profesores formales con los que no funcionaban los trucos de inocentes Lolitas
que de vez en cuando desplegábamos para que nos diesen alguna pista de las
preguntas del examen. Tras ponernos al día de nuestras trayectorias
profesionales, detectamos que nuestro antiguo profesor intentaba ligar con
nosotras sin ningún pudor y con total descaro. Conseguimos escabullirnos, no
sin que antes nos obligara a apuntar su teléfono y prometerle que le
llamaríamos. En menos de diez minutos, consiguió echar por tierra toda aquella
consideración que había quedado grabada en nuestra memoria. Del respeto al
patetismo hay solo un paso.
Publicado en Las Provincias el 11/4/2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario