Por
fin después de muchos años de navegar sin rumbo, mi amiga Ruth ha dejado de
atraer a hombres casados, a tipos solteros pero con clara tendencia a la
infidelidad y a esquizofrénicos paranoides no diagnosticados. A ella se
la ve resplandeciente con su nueva condición de novia de un chico corriente,
con un buen trabajo, que la trata como a una dama y la acompaña a comer a casa
de sus padres los domingos. Una noche que salimos a cenar me confesó que a
pesar de su apariencia de normalidad, su pareja era un tanto maniático. Al poco
de salir juntos, ella abrió su nevera y vio cinco botes de cristal alineados
que guardaban en su interior una especie de papilla de color indefinido. Él le
explicó que todas las noches cenaba un potito de verduras que le preparaba su
madre los fines de semana. “El chico se cuida. No es nada malo. Mejor eso que
una barriga cervecera” le dije.
Otro
día que fue a su casa, le sorprendió haciendo una pequeña hoguera en el jardín.
Pensó que al fin esa noche se saltarían la dieta blanda para hacer una
barbacoa, pero en realidad lo que estaba haciendo era destruir los resguardos
de la tarjeta de crédito y del banco que había almacenado en los últimos meses.
“Cada dos meses, tenemos cremà” me contaba. Aunque al parecer, su manía más
evidente consiste en que después de que ella se lave las manos o friegue los
platos, su novio tiene que limpiar rápidamente las gotitas que se quedan
alrededor de la pila o del lavabo. No puede soportar las dichosas gotitas. Le
quité hierro al asunto y le recordé a mi amiga la retahíla de tarados que
habían pasado por su vida. Pareció entender que a las manías solo hay que
acostumbrarse. Siguen juntos y felices. Él la ama con locura y ella, aunque le
costó, ya ha aprendido a lavarse las manos sin salpicar.
Puiblicado en Las Provincias el 24/05/2013
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