La crisis golpea a casi todos por
igual. Si bien, los que siguen arriba de la cadena alimentaria, aprovechan esta
época para seguir amasando dinero con las penurias de los demás, existe una
clase, dominante hasta hace cuatro días, que también está sufriendo los envites
de este tiempo aciago que nos coloca en igualdad de oportunidades. Aunque no
pertenezco a esos más de cinco millones de parados, sí que formé parte el año pasado
de esa cifra que aumenta peligrosamente mes a mes. Esta semana acudí a mi
oficina del INEM a recoger un papel para la declaración de la renta. Esperaba
mi turno mientras observaba los rostros contrariados de aquella multitud sin
esperanza, cuando entre el gentío divisé una cara que me era lejanamente
familiar. El procesador se puso en marcha hasta que le reconocí, era un antiguo jefe despótico e incompetente
que tuve que sufrir en uno de mis primeros trabajos.
Dudé en saludarle recordando
todos los malos momentos que me había hecho vivir, pero opté por la
educación. Mientras me encaminaba hacia
allí, mi ex director me reconoció y giró la cabeza hacia otro lado. Cuando le
tocó el turno, me fijé en que se dirigía a uno de los puestos de inscripción de
la bolsa de empleo. Nada más lejos que
regocijarme de las desgracias ajenas, pero su gesto de desprecio, unido al aire
de superioridad con que siempre me trató, hizo que por un instante saboreara
las mieles de la victoria. Solo duró un segundo, enseguida ese regusto se
volvió amargo al pensar que si este tío, cachorro de una familia bien de la
alta sociedad valenciana y armado con una nutrida agenda de contactos, está en
el paro, el resto lo tiene crudo.
Publicado en Las Provincias el 18/05/2012
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