Recibo el viernes pasado un dinerillo
que me debían desde hace tres años cuando la empresa en la que trabajaba dejó
de pagar a todos sus currantes durante meses. No es nada del otro mundo, unos
exiguos ahorros que vendrán bien para el futuro incierto que nos acecha. Al menos hemos recuperado parte,
no todo, de lo que nos correspondía por una labor a la que dedicamos muchas más
horas y entrega de la que legalmente debíamos. Mi alegría contrasta con el
cabreo al pensar que al final no fue la empresa ni sus responsables de entonces
quienes han desembolsado la deuda sino el FOGASA, un organismo que paga a
los trabajadores los salarios pendientes, causados por
insolvencia, incompetencia o choriceo del empresario. Este último supuesto fue mi caso.
Reflexiono
todo el fin de semana qué hacer con ese dinero. ¿Lo meto en un banco? ¿En cuál?
¿En el de toda la vida que ya nada tiene que ver con el que deposité mi
confianza hace más de 20 años? Pienso
las opciones. El oro siempre es un buen seguro, pero tampoco me fío y para
invertir en una obra de arte, no me llega, así que empiezo a pensar en los
escondites de mi casa. Me suena que hay alguna baldosa suelta en la cocina,
descarto lo del colchón, demasiado vulgar. Al
final me acerco al banco y me hacen esperar 35 minutos solo para ingresar un
cheque. Tenía bastante claro que no quería que mi dinero pasase de las manos de
unos chorizos a otros, si a ello
le sumo la abdicación ese mismo día de su rey supremo y el anuncio del Gobierno
de que le regalará 10.000
millones de nuestro dinero, la decisión cae por su propio peso. Vuelvo a casa y
entro directa a la cocina palpando el suelo.
Publicado en Las Provincias el 11/05/2012
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