Vivir con un búho no debería suponer ningún problema, a no ser que usted sea una alondra convencida. La ciencia utiliza los nombres de ambas especies para diferenciar a las personas que son trasnochadoras y madrugadoras. Aunque de adolescente atravesé una etapa búho (también pasé una deliciosa fase marmota), milito desde hace tiempo en el bando de las vigorosas alondras que al primer microsegundo de sonar el despertador ya están en pie con los cinco sentidos alerta. No remoloneo entre las sábanas y jamás he utilizado aquello de “cinco minutos más”. Nada extraordinario, por otra parte, si no fuera por el hecho de que vivo con un búho contumaz. Mi pareja es un noctámbulo decidido, un vampiro que experimenta su máximo repunte de energía a las once de la noche. Mientras yo me arrastro agotada por los rincones, él podría escalar el Everest.
A
la hora de la cena él está pletórico, relatándome los
acontecimientos del día mientras las escasas neuronas que siguen
funcionando en mi cerebro hacen lo posible por no desfallecer. La
convivencia entre búho y alondra no es sencilla, sobre todo, hasta
que te adaptas. Al principio crees que lo vuestro no podrá
funcionar, echas de menos la calidez del cuerpo al acostarte, pero te
amoldas y haces concesiones. En lugar de irte a dormir a las 22:30,
aguantas hasta las doce mientras él algunos sábados se levanta a
las 9 para llevar al niño a natación. También tiene sus ventajas.
Ninguno de los dos molesta al otro en el baño por las mañanas ni
tampoco hay riñas por las noches por qué ver en la tele. Además,
hemos encontrado nuestro momento, el instante en que ambos nos
cruzamos en ese término medio aristotélico con energías
equiparadas. A la hora de comer, búho y alondra volamos juntos y
olvidamos que somos aves opuestas.
Publicado en Las Provincias el 7/10/2016
Publicado en Las Provincias el 7/10/2016
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