Todavía
quedan en la Comunidad Valenciana unos pocos paraísos semivírgenes que han logrado escapar a la voracidad del ladrillo, a los inhumanos PAI y a los
atroces planes urbanísticos que durante una temporada aprobaba como churros la
Generalitat favoreciendo a ciertas constructoras. A uno de esos edenes me
retiro cada vez que necesito desintoxicarme de la civilización. Es un lugar,
cuyo nombre omitiré por si acecha el monstruo del urbanismo salvaje, rodeado de
olivos, almendros y algarrobos y cuyo horizonte está perfilado por el mar. Un
refugio en el que la oscuridad no está contaminada por la luz de ninguna
farola, donde cuesta encontrar wifi en invierno y cuyos vecinos se saludan al
cruzarse en el camino. Ubicado a los pies de una Sierra poblada de pinos y
coronado por una diminuta ermita, allí también se ha construido en exceso, pero
al menos su fisionomía no ha sido devastada al estilo Marina D’or. La crisis ha
podido detenerlo a tiempo.
Comprenderán
que para preservar esa pureza, acojo con recelo una noticia que recogía lasemana pasada LAS PROVINCIAS donde se anunciaba que un conocido interiorista
valenciano, enamorado desde hace años de este poblado marinero, va a colaborar
desinteresadamente con el Ayuntamiento de la localidad con el objetivo de
fomentar el turismo. No dudo de sus buenas intenciones, pero tras ver las tropelías
cometidas en nombre del desarrollo en otros puntos de nuestra geografía, quizás
no sea lo más acertado tratar de atraer a los turistas, ese espécimen que
durante quince días ocupa un territorio, arrasa con todo y si te he visto, no
me acuerdo. Espero que la campaña de promoción fracase. Si no, en cuatro días
nos han construido un rascacielos. Desgraciadamente, el campo de golf hace ya
tiempo que está aprobado.
Publicado en Las Provincias el 123/12/13
No hay comentarios:
Publicar un comentario