Los uniformes suelen evocar un
halo de formalidad que en ocasiones puede resultar traicionero. Me escribe un amigo el pasado domingo por
Whatsapp. “He quedado con un pivón que no me lo creo ni yo. Recomiéndame un
sitio para tomar algo esta tarde. De ti depende el éxito de mi cita”. Mi amigo, el eterno soltero, el que nunca
tiene suerte con las mujeres a pesar de ser un buenazo, o justamente por esa
misma causa, perturba mi descanso dominical con su mensaje de desesperación. Le
recomiendo varios sitios. “Demasiado pretencioso, dime algo más informal”,
contesta. No quiere que ella note demasiado interés. Lo capto. Lo mismo que
hacemos nosotras cuando nos pasamos una hora acicalándonos con el objetivo de
que no se note que nos hemos arreglado.
Me voy al cine nerviosa. Cuando
salgo, miro la última vez que él ha consultado el Whatsapp. A las 19:37. Mala
señal porque el encuentro tenía lugar a las seis. Le llamo para saber qué tal
le ha ido y si mi recomendación ha sido efectiva. Me cuenta apesadumbrado que
su pivón ha aparecido con una minifalda tamaño cinturón, botas de cuero tipo
dominatrix por encima de la rodilla y un escote que dejaba asomar un par
protuberancias demasiado evidentes. Todo el mundo en el barrio se giraba a
mirarla y él avergonzado, miraba al suelo deseando no encontrarse con ningún
conocido. “¿Pero no te diste cuenta de su estilo antes de quedar?” pregunto
intrigada. Al parecer siempre que habían coincidido en el hospital donde
trabajan, la chica iba vestida de uniforme. La pureza del blanco inmaculado de
su bata le cegó. No hay muchos hombres
que se resistan a un físico despampanante y un trasero prieto, aunque luego el hechizo
se rompa y resulte que la ninfa haya salido de la cantera de Gandía Shore.
Malditos uniformes.
Publicado en Las Provincias el 12/04/2012
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