Las conversaciones ajenas de los desconocidos
me importan un pito. En alguna ocasión consigues captar retazos de algún
diálogo interesante, pero no es lo habitual. Soy incapaz de concentrarme en lo
que estoy haciendo cuando escucho hablar en un tono elevado a los extraños que me
rodean. Ese exhibicionismo, cada vez más manifiesto, de airear las
conversaciones sin importar quien esté al lado, se ha incrementado desde que el
teléfono móvil colonizase nuestras vidas. Hoy pocos espacios públicos escapan
al griterío, la cháchara o el bullicio. Por eso recibo como una gran noticia el
anuncio de Renfe de reservar un vagón silencioso para todos aquellos viajeros
que durante el trayecto opten por descansar o trabajar. En estos vagones no se
podrán utilizar móviles, habrá que hablar bajito, reducirán la intensidad de
las luces y lo mejor, no podrán acceder menores de 14 años. ¡Bien!
He estado año y medio cogiendo el
AVE con frecuencia. Cuando el viernes por la tarde me sentaba en el asiento con
el cerebro frito y las energías al mínimo tras una dura semana, imploraba a los
dioses que no me tocase cerca un grupo, pareja o individuo que me impidiesen
pasar el trayecto en paz. Por regla general, no tenía suerte. Durante los
trescientos y pico kilómetros que separaban mi destino he sufrido el jolgorio
de varias despedidas de solteras, he escuchado una disertación acerca de las
diferentes clases de naranjas que hay en el mercado, he asistido a peleas
domésticas de matrimonios maduros y he participado de la bronca que una señora
le echaba por teléfono al fontanero. Si se cumple lo que dicen, la puesta en
marcha de este sosegado vagón mejorará sustancialmente mi estado mental previo
al fin de semana, al tiempo que recupero el placer del viaje.
Publicado en Las Provincias el 11/07/2014
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