Había
pasado por delante de esa fachada jalonada de pilares jónicos cientos de veces,
pero por unas cosas o por otras, nunca había atravesado el umbral. Hace un par
de domingos me acerqué por fin a la Casa Museo de Blasco Ibáñez y mientras
hacía el recorrido por la vida y obra de este valenciano universal, comencé a
escarbar en mi memoria buscando los libros que había leído de él. Después de un
buen rato, me di cuenta, avergonzada, de que no había leído nada suyo. Si
alguien que disfruta desde siempre con la lectura no ha leído a Blasco, no
quiero imaginar lo que sabrán del escritor el resto de valencianos que no
practican esta costumbre. “Disculpe joven. ¿Sabría decirme quien es
Blasco Ibañéz?” “Claro. Es una avenida en la que hay varias discotecas”. Conversación
ficticia pero verosímil.
Me
remonté a mis años escolares para tratar de averiguar el porqué de ese vacío y
tampoco encontré nada que lo justificara. De hecho no había ningún recuerdo en
torno a él, ninguna actividad fuera de lo común que intentara mostrarnos la
importancia de este señor. Me asaltó una duda, ¿por qué en el colegio nos
llevaron a una fábrica de yogures y nunca fuimos a la Casa de Blasco
Ibáñez? Algo fallaba ya en el sistema educativo de entonces. El
autor de “Arroz y Tartana”, además del escritor europeo más leído de su época,
fue reconocido por Hollywood que llevó a la gran pantalla siete de sus novelas.
Creo que con este dato hubiera sido suficiente para que a un chaval le picara
la curiosidad. Ya he empezado a leer “La Barraca”. Por
si alguien se atreve a tacharle de anacrónico, en la contraportada dice que
“Blasco ofrece una radiografía de la sociedad rural valenciana de finales del siglo XIX, del abuso
de poder y de la corrupción política”. ¿Les suena?
Publicado en Las Provincias el 08/02/2012
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