Hay
ciertas cosas que deberían estar prohibidas por ley. O al menos, ser proscritas
para aquellos a los que la madre naturaleza nos ha dotado de una torpeza cuyos
principales perjudicados somos nosotros mismos y, en ocasiones, los que tenemos
cerca. Dada mi habilidad para mancharme, hace ya mucho tiempo que dejé de
practicar esa costumbre tan femenina de intercambiar ropa. Pero por culpa de
uno de esos planes que surgen espontáneamente y por la manía que tenemos de
vernos monas, una amiga me prestó para salir el pasado sábado unas botas de
ante de color claro. En ese momento no lo pensé y seguramente ella que me
conoce bien, tampoco cayó en la cuenta de que la combinación ante y beis es
letal para mí.
La
noche fue tranquila y llegué a casa de mi chico inmaculada. Al día siguiente,
sin calzado de repuesto, volví a ponerme las botas y decidí abrir una lata de
sardinillas en aceite. A la tercera sardinilla, dos densas gotas de aceite se
escurrieron del tenedor con tan mala suerte de que cayeron sobre una de las
botas. Empecé a sudar, busqué en Google remedios caseros y a falta de
polvos de talco, le eché maizena. Las cepillé y froté hasta que me dolieron los
bíceps, pero la huella del maldito aperitivo seguía allí. Hice lo que se hace
en estos casos, una llamada desesperada de socorro a mi madre a la que llevé el
calzado a la velocidad del rayo, pero los superpoderes
maternos tampoco fueron suficientes. He tenido pesadillas con la dichosa mancha
toda la semana. Para enmendar mi error, fui a comprarle unas botas nuevas a mi
amiga antes de confesarle el desafortunado accidente. La lata de sardinillas me
ha costado 60 euros. He jurado no volver a probarlas nunca más.
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Mis sardiniilas eran más cutres, eran de Hacendado. |
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