viernes, 15 de julio de 2016

EL APARTAMENTO



Somos muchos los que, en cuanto los mapas del hombre del tiempo empiezan a teñirse de colorado, hacemos las maletas y nos mudamos al apartamento. Esa segunda residencia que nuestros padres consiguieron comprar, tirando de ahorros y de mucho esfuerzo, con el objetivo de que la familia, pero sobre todo los hijos pudiésemos disfrutar de él. El apartamento va ocupando, a lo largo del transcurso de nuestra vida, un lugar oscilante que varía entre el odio más absoluto,  el que profesas con quince años cuando tus padres te obligaban a ir mientras tus amigos salían de marcha en la ciudad, y un amor incondicional que nunca pensaste que llegarías a sentir.


Todos los apartamentos, no importa que estén en Gandía, Canet, El Puig o El Perelló, se parecen. A todos han ido a parar las camas y somieres viejos de las casas familiares principales, los cedés que ya nadie escucha desde hace años y las colecciones de libros que regalaban con el periódico en verano. Esas viviendas, construidas en edificios de los años 70 con un sentido estético de dudoso gusto, se ubican en urbanizaciones con nombres compuestos que se repiten por toda la costa de Levante y que no ganarían ningún concurso de ingenio: Solymar, Florazahar, Arenablanca… El apartamento, en el momento en que uno ya tiene críos pequeños, cobra una nueva dimensión. Descubres zonas que jamás habías pisado: la piscina pequeña de temperatura caribeña donde se arremolinan niños y padres y que a determinadas horas se asemeja al infierno del Dante; los columpios, las heladerías que hace tiempo dejaste de frecuentar o los cines de verano. El apartamento, ahora que cada vez somos más y sabes que habrá que empezar a turnarse para ocuparlo, se ha convertido en un maravilloso refugio que nunca creíste que fueses a valorar de esa forma.  

Publicado en Las Provincias el 15/07/2016

No hay comentarios:

Publicar un comentario