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Foto: Ricard Chicot |
Olvídate de ese inicio del viaje,
tan anhelado, en el que el avión ha despegado y tienes dos, tres, cuatro horas
para ponerte al día con las revistas que no has tenido tiempo de leer en los
últimos meses. De hecho, olvídate de la lectura en general. Dile adiós a las
habitaciones de hotel con camas infinitas y duchas que podrían durar toda la
vida. Lo más práctico ahora es buscar un apartamento, con cocina, bañera y a
ser posible juguetes. Aunque el bebé tenga cuna propia, acabará durmiendo entre
los dos la mayoría de noches, reduciendo los momentos de intimidad, esos que
vuelven a avivarse en los viajes, al mínimo.
Si eres de los que presumías de moverte ligero de equipaje, reprograma
tu cerebro para facturar una maleta de 20 kilos llena de pañales, potitos,
medicinas, muñecos, ropa por si hace frío y ropa para el calor.
Vas a madrugar, quieras o no,
otra cosa es ponerse en marcha. Con suerte, a partir de las once saldrás del
alojamiento para recorrer la ciudad o irte de excursión. Tomarte una cerveza
tranquila, sentada, repasando con tu pareja las fotos de la jornada se hace más
difícil que formar gobierno en España. De reservar mesa en ese excelente restaurante
que te han recomendado, ni hablamos. Te vas a perder el ocio nocturno de esos
barrios de moda de los que habla la guía, pero verás una peli de dibujos
animados en la tablet cada noche. Viajar con críos pequeños tiene muchos
momentos de agobio, pero duran poco. Todas las limitaciones, las renuncias y el
cansancio se esfuman al darte cuenta que ningún país, ningún paisaje, ningún
castillo ni museo, ninguna montaña o isla que hayas recorrido, por muy
espectaculares que sean, se igualan a la satisfacción de ver a tu niño
corretear feliz y saber que le estás inoculando el virus del amor por viajar.
Publicado en Las Provincias el 29/07/2016