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Foto: Ricard Chicot |
El verano es un estado de ánimo,
lo decía la periodista de Las Provincias, Carmen Velasco, en su columna del pasado
domingo. Un estado de ánimo que provoca que nuestro cuerpo se relaje y nuestra
mente repose en stand by mientras
hacemos las paces con un entorno que ignoramos el resto del año. Ese estado de
ánimo se inclina a ensalzar cualquier actividad por nimia que sea. Las siestas son más placenteras, el gazpacho sabe
mejor y la cerveza es más refrescante que durante los otros nueves meses. Esta
estación te ofrece regalos como el que me encontré hace unos días. Subimos a una pequeña iglesia situada en lo
alto de la Sierra de Irta, un lugar que visito con cierta frecuencia por sus magníficas
vistas. Allí nos enteramos de que un par de horas más tarde se iba a celebrar
un concierto de música clásica. Deshicimos nuestros planes para quedarnos
porque lo bueno que tienen las vacaciones es poder cambiar de planes sin
remordimiento.
Mientras el cuarteto de cuerda
interpretaba a Haendel, miré hacia arriba y contemplé la silueta de la ermita
que cortaba un cielo inundado de estrellas, la brisa del mar me erizaba la piel
y sentía la tregua que da estar alejada del bullicio del pueblo. Pensé que todo
es mejor al aire libre. Una sesión de cine en una terraza de verano tiene una
magia con la que no puede competir una sala cerrada, comer bajo los pinos o junto
al mar no puede ser superado por la sala del restaurante más distinguido ni hacer
un deporte de interior es comparable a la libertad que te proporciona la
tierra, el agua o la nieve. Pregúntenle a un surfista, a un esquiador o a un
ciclista. En cuanto al amor, también le sientan los escenarios abiertos. Si
nunca lo ha practicado al aire libre es que no ha exprimido el verano como se
merece.
Publicado en Las Provincias el 24/07/2015
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