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Fotos: Ricard Chicot |
¿Qué ha sido de Dorjee, el amable
guía que nos acompañó durante unos días por las faldas del Himalaya y que tanto
ayudó a que comprendiésemos la forma de vida de los nepalíes? ¿Dónde estará
aquel taxista que nos condujo en su destartalado vehículo a explorar las calles
de la ciudad medieval de Bhaktapur y que nos habló de la armonía que reinaba
entre las diferentes religiones? ¿Estará bien Tindou, aquel niño de cuatro años
con el que pasamos la tarde jugando tras terminar el segundo día de trekking
por el Parque Nacional de Langtang en el alojamiento que regentaba su familia? Ojalá
que la catástrofe no le haya arrancado la sonora carcajada y la dulce inocencia
que transmitía y que guardo grabada de aquel día de felicidad suprema en que
rozamos el cielo. Pienso en ellos mientras digiero las imágenes del terremoto
de Nepal, un país al que viajé hace dos veranos y que nos dejó una huella que
solo dejan lugares imaginarios como Macondo o Comala.
A esa magia contribuyen las impresionantes
estupas, monumentos sagrados venerados por los budistas que representan la
mente iluminada de Buda. Contemplar cómo cae la noche en Bodhnath, la mayor
estupa de Asia, y ver el hervidero de monjes tibetanos con sus togas granates y
su cabeza afeitada dando la vuelta a la cúpula bajo los atentos ojos de Buda es
un espectáculo abrumador. También las multicolores banderas de oración
tibetanas que salpican caminos, calles y montañas; los templos de arquitectura
newa o los deliciosos momos que comíamos cada noche. Cuesta entender que las
entrañas de la tierra no respeten ni siquiera el techo del mundo de ese Nepal
sepultado. Un país resquebrajado que durará en nuestros televisores y conciencias
lo mismo que dura evacuar a los alpinistas y a los turistas extranjeros.
Publicado en Las Provincias el 1/05/2015
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