Vivir
entre dos ciudades acaba siendo agotador. Hacerse la maleta cada jueves, estar
pendiente de la meteorología, acordarse de mirar el precio del AVE a dos meses
vista y olvidarse las gafas de sol o el cepillo de dientes en uno de los destinos
acaba por quitarte la poca energía del final de la semana. Sin embargo, cambiar
de escenario también es estimulante e incluso saludable. Cuando piensas que
esta ciudad está muerta a todos los niveles, lo único que puedes hacer es poner
tierra de por medio. El aire helado y seco de Madrid te recibe con una bofetada
y hace que recuerdes que la humedad del Mediterráneo, aunque te cale los
huesos, no es tan ingrata.
La
capital del reino, con todo su caos, sus sirenas, sus enjambres de turistas y
su tráfico, sus manifestaciones y sus huelgas de basura, ofrece al visitante un
soplo de aire fresco. Madrid es poder elegir entre lo más castizo de su cocina
y la multiculturalidad de la gastronomía de los países más remotos, descubrir
garitos con ambientes y estéticas variopintos, decidir en qué sala de cine
pasarás la tarde, dudar ante la oferta de exposiciones que te brindan,
seleccionar la obra de teatro que te han recomendado, tomar las mejores cañas
del país sin horario fijo. También refugiarte en el Prado cuando necesitas
alejarte del ruido. Madrid te reconcilia con Valencia. Cuando contemplas la
puesta de sol desde el Templo de Debod, rememoras las tardes de poniente en La
Albufera, añoras los 26 grados del mes de noviembre, te acuerdas de los bares
que ofrecen buena música, evocas esas paellas a leña en peligro de extinción.
Recuerdas lo bueno que es respirar en el antiguo cauce del río. Y sobre todo,
echas de menos el mar y su aroma a salitre. Y te das cuenta de que a tu
ciudad aún le quedan muchas posibilidades.
Publicado en Las Provincias el 6/12/2013
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