Mientras la mayor parte de los
españoles ha comenzado a disfrutar de sus vacaciones, yo me acabo de
reincorporar al devenir de la oficina después de casi veinte días de
esparcimiento en los que he recorrido una mínima parte de dos países del
continente asiático. Para los que no concebimos las vacaciones sin un viaje,
durante estos primeros días de aclimatación a la vorágine diaria, tu cuerpo te
pide a gritos unos días de tregua para recuperarte de los presuntamente días de
descanso mientras tu mente rememora las imágenes que se quedaron grabadas en la
retina.
Pero como en todo, en los viajes
también hay contratiempos, molestias y fatigas. Me preguntan mis compañeros por
lo peor del viaje. Pienso en la intensa contaminación de Katmandú, en la manía
que tienen indios y nepalíes de escupir constantemente en la calle, en las inofensivas
pero asquerosas sanguijuelas que tuvimos que quitarnos del cuerpo en varias
ocasiones, en el insoportable calor y el leve frío que sufrimos… No, esas cosas forman parte del viaje y ninguna de
ellas fue tan desagradable como tener que aguantar hasta las tres y pico de las
mañana a un grupo de españoles con el que coincidimos en uno de los hoteles. Unos
niñatos maleducados que no respetaron que en ese país a las once la gente está
durmiendo, que contaminaron la placida noche con su insufrible música de reggaeaton
y que hicieron oídos sordos cuando, con amabilidad, les pedí que bajasen un
poco el tono. Una frase que le escuché a
una de las imbéciles que iba con ellos resume a la perfección su actitud:
“Mañana rapidito a ver el puto templo de los monos, que luego hay que irse de
compras”. Se me ocurren sitios más
cercanos en nuestro país donde podrían haber seguido pisoteando la ya de por sí
malograda marca España.
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Ilustración: ENEKO via www.lamanchaobrera.es |
Publicado en Las Provincias el 02/08/13
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