viernes, 30 de octubre de 2015

MALAS COSTUMBRES


Somos animales de costumbres. Desde que nacemos nos enseñan a adaptarnos a unos horarios y a unas rutinas. Comer, jugar, dormir, baño. A esto se reducen nuestros primeros años. Una serie de acciones repetidas que nos dan seguridad. Dicen que saber lo que va a pasar a continuación nos brinda una vida más plácida. Las costumbres varían no solo de un país a otro o de una época a otra de la historia. Cada comunidad o cada núcleo familiar tiene las suyas. Algunas son aceptadas casi universalmente y otras son vistas como algo exótico. Cada uno cree que su manera habitual de hacer las cosas es la correcta. De ahí, esa maldita manía de aconsejar a los demás.  “No acostumbres al bebé a que se duerma al pecho. No lo acostumbres a acostarlo en la cama contigo. No lo acostumbres a cogerlo en brazos”, me dice la gente.

¿Tan difícil será eliminar uno de esos hábitos? ¿Tanto sufrirá cuando tenga que despegarse de esas malas costumbres? Los hermanos mayores nos acostumbramos a ser hijos únicos hasta que llega un hermanito y nos destrona. Nos acostumbramos a vivir en la casa familiar hasta que un día tenemos que mudarnos a un piso pequeño y volver a empezar. Nos acostumbramos a una cama, a una tele, a un coche, pero de pronto hay que sustituiros y empezar de nuevo con el proceso de adaptación. Nos acostumbramos al calor de una pareja, hasta que un día te abandona; a la seguridad de un padre, pero un día se muere; a la estabilidad de un trabajo, pero estalla una crisis y se ven obligados a despedirte. Nos acostumbramos al euro, a la tele basura, al tanga, a no fumar en los bares y  al gin tonic con pepino. Si pudimos adaptarnos a todo ello sin sufrir ningún trauma, creo que me arriesgaré y seguiré dándole a mi bebé teta, cama y brazo sin temor a malacostumbrarlo. 
Publicado en Las Provincias el 30/10/2015  

viernes, 23 de octubre de 2015

NO SOY PILARISTA


Estudié en el colegio del Pilar de Valencia, pero nunca me sentí pilarista. Puede que no me identificara con ese sentimiento debido a que solo estudié allí tres cursos, o porque cuando pasé por sus aulas, con 14 años, estaba en esa fase de la adolescencia en la que una se rebela contra todo o simplemente porque vivía lejos.  No era mi barrio ni mi gente. De aquella época me quedan tres grandes amigas, un puñado de bonitos recuerdos y el poso que dejaron dos profesores de literatura. Pese a no compartir su ideario religioso, me gustó la educación recibida. Sospecho que porque fui una buena alumna. El nivel académico era alto y al estudiante díscolo y poco aplicado lo invitaban amablemente a probar otros centros que se adaptaran mejor a su capacidad.

Esta semana recibí un mensaje en el móvil alentándome a apoyar una campaña en defensa de la institución donde estudié, después de que Jordi Évole anunciara que el programa que dirige se centrará este domingo en el Pilar de Madrid, colegio que ha acogido a las grandes élites de este país.  En el mensaje animan a que “nadie manche la memoria de nuestro colegio” y a mostrar nuestro apoyo para que el hashtag #SoyPilarista se convierta en trending topic. Pasado mañana, pase lo que pase en Salvados, los que se definen como pilaristas verán el programa con las uñas afiladas. No criticarán el trabajo periodístico que saldrá en pantalla. Cargarán contra una cadena con la que no comulgan y contra un periodista al que aborrecen, precisamente por hacer bien su trabajo. Me llama la atención que la persona que me pasó el mensaje fue una de las que en su día fueron expulsadas del colegio y echaba pestes del mismo. Qué efímera es la memoria y qué extraña la necesidad del ser humano de sentir que pertenece a un grupo. 
Publicado en Las Provincias el 23/10/2015

miércoles, 21 de octubre de 2015

EL FUTURO ERA ESTO


Hace 30 años, antes de la llegada del microondas, del mando a distancia y el DVD, mucho antes de que la irrupción del GPS, los ordenadores personales, los teléfonos móviles e Internet nos facilitaran la vida, un chaval, si pensaba en el futuro se imaginaba un mundo ingrávido, sideral y robotizado.  El mañana, más allá del año 2000, se encarnaba para nuestras mentes infantiles en coches voladores y naves aerodinámicas. A ello contribuyó la trilogía de “Regreso al futuro”, que este año cumple tres décadas de su estreno. “¿Carreteras?  A donde vamos no necesitamos carreteras”.  Doc, el excéntrico científico de la saga dice esta memorable frase al final de la primera película mientras el Delorean despega para dirigirse hacia el futuro. Ese futuro al que Marty McFly y su amigo viajan y que tan remoto se nos antojaba es hoy nuestro presente.

Los personajes se desplazan con su máquina del tiempo al futuro, concretamente al 21 de octubre de 2015. En unos días vence el plazo y en lugar de monopatines voladores y cazadoras inteligentes, el presente de los que vimos la película de niños está teñido de incertidumbres, horizontes difusos y serias dudas acerca del porvenir. En 1985 nadie se imaginaba que treinta años más tarde millones de personas recorrerían andando media Europa para huir de los conflictos de sus países de origen, ni que el terrorismo haría tambalearse los cimientos de las sociedades occidentales y menos que el ser humano sería el responsable de esquilmar, intoxicar y destruir el planeta que habita. No importa. Mientras podamos ver cine en 3D, contestar el teléfono desde unas gafas y seguir viendo Gran Hermano, no hay de qué preocuparse. ¿Carreteras?  Lo que necesita el futuro no son coches voladores sino simplemente un poco de sentido común. 


Publicado en Las Provincias 16/10/2015

viernes, 16 de octubre de 2015

VEROÑO DISTÓPICO




En el espeluznante retrato del futuro que hace George Orwell en ‘1984, uno de los pilares en los que descansa el régimen del estado totalitario en el que transcurre la novela es la implantación de la neolengua. La lengua oficial de la imaginaria Oceanía tiene el objetivo de dominar el pensamiento de la sociedad. Para ello, el vocabulario se reduce al mínimo, se eliminan significados de la mayoría de términos y se crean nuevas palabras, siempre compuestas, que sirven a propósitos políticos, como bienpensar, (ortodoxia), sexocrimen (inmoralidad sexual) o gozocampo (campo de trabajos forzados). Cada vez que leo o escucho a alguien utilizar un término inventado, normalmente formado por la unión de dos palabras, no puedo evitar pensar en Orwell y en su Gran Hermano y en cómo en una sociedad distópica como la que describe el inglés, ellos serían los primeros a quienes lavarían el cerebro.

Esta semana dos personas de mi alrededor han utilizado la palabra veroño para referirse al calor veraniego que hemos aguantado estos días de otoño. Esa gente es la que también incluye en sus frases juernes, viejoven, gordibuena o follamigo. Esa gente que se cree moderna por maltratar el lenguaje. Esa gente a la que yo, que no creo en la violencia, encerraría en una habitación y obligaría a leer el Quijote día y noche hasta que lo reciten de memoria y los pondría después a escuchar en bucle y a todo volumen poemas de Antonio Gala. Solo hago una excepción. Hay unos señores que deberían ser incluidos en los tratados de historia por su aportación al léxico español. Me refiero a los guionistas de Muchachada Nui. El odio que profeso a los que se valen de esas palabrejas se desvanece ante vocablos tales como gambitero, mangurrián, pataliebre o chotifloja. Sillón en la RAE ya.



Publicado en Las Provincias el 16/10/15

viernes, 9 de octubre de 2015

EL ÚLTIMO VERMUT


Hay veces que no sabes que será la última. Y te despides como cualquier otro día, sin prestar atención. Con la certeza de que habrá otros momentos. Cuando te das cuenta de que no volverás a ese lugar o a ver a esa persona, te queda un sabor amargo. Las despedidas son importantes. Te apaciguan por dentro. El viernes pasado, cuando me bajé en Atocha y enfilé por Gran Vía hasta el que ha sido mi medio hogar en los últimos tres años, sabía que sería el último fin de semana que haría ese recorrido. Volveré a Madrid, pero ya no será lo mismo. Seré una visitante, no la persona que ha sido adoptada por la ciudad estos años. Vivir separada de tu pareja tiene muchos inconvenientes, pero también alguna ventaja. Las ganas de verse, la urgencia por aprovechar cualquier rato juntos, también el poder saborear solo lo bueno que te regala una gran ciudad como Madrid sin tener que sufrir sus distancias, sus atascos, sus precios ni su soledad.
El sábado me levanté temprano y me fui a pasear, antes de que abriesen las tiendas, cuando todavía las calles de Malasaña olían a orín y escupían los desechos de la noche anterior. Quería decirle adiós al barrio. Echar la última ojeada a las bodegas y los bares donde bebimos e hicimos planes, a las galerías en las que nunca entramos y a los restaurantes que nos decepcionaron y otros en los que fuimos felices. Cada esquina me lanzaba un recuerdo. Mentalmente atravesé Sol hasta el cine que nos dio refugio muchas tardes de domingo, me acerqué hasta Lavapiés, llegué a La Latina y me detuve en sus plazas. A mediodía fuimos al Retiro al que los ocres del otoño lo ennoblecen aún más. El domingo nos levantamos tarde y desayunamos vermut de grifo. Y brindamos por el nuevo horizonte. Lejos de Madrid, pero con un futuro emocionante.   

Publicado en Las Provincias el 2/10/2015


viernes, 2 de octubre de 2015

LA MAGIA DEL CINE


Alguien me lo dijo durante el embarazo. “Aprovecha y ve al cine”. La recomendación se sumaba al consejo estrella con que otros padres te taladran hasta el infinito durante esos meses: “duerme todo lo que puedas”. Frase que acabarás odiando sin ser consciente de que tú también la repetirás como un mantra tibetano cada vez que te cruces con una embarazada. Tenía razón aquella persona. De entre todas las cosas que te limita el tener un bebé, la de escaparse al cine es probablemente la que más echo de menos. Otra madre pesada, pensarán ustedes, que no quiere dejar al chiquillo un par de horas para irse a ver una película. No es tan sencillo. Tengan en cuenta que el régimen de semiexplotación al que tenemos sometidos a los familiares que cuidan del niño mientras trabajamos, nos impide pedirles que además, se queden también de canguros el fin de semana.

Si uno consigue aparcar al niño, elige muy cuidadosamente los planes de ocio de que dispone. Así en la lista de prioridades, las cenas con amigos o con el cónyuge se imponen como primera opción. Le siguen los conciertos que difícilmente se repetirán. En tercer lugar, algo que nunca creíste que valorarías, encerrarte en el baño durante una hora para ponerte toda clase de cremas y dedicarte a esa actividad tan prosaica, la depilación. Así, ese ritual de coger el periódico después de la siesta del domingo, discutir para ver quien elige esta vez, escoger la película y la sala, aguantar la cola, buscar una butaca alejada de un grupo ruidoso, acomodarse y evadirse durante hora y media, parece cosa de la otra vida. Ahora bien, en el estado de perpetua vigilia en el que me encuentro, tengo dudas de que lograse terminar la última peli de Medem sin dormirme. Ni toda la magia del cine creo que lo consiguiera.
Publicado en Las Provincias el 2/10/15