viernes, 26 de junio de 2015

DEBUT Y DESPEDIDA



Hablar de comida es como hablar de fútbol. Todos nos creemos con el derecho a opinar por el mero hecho de que en este lado del planeta, la gran mayoría comemos al menos tres veces al día. Más en estos tiempos que corren de sobreexposición catódica de cocineros rockstars, recetas con leones y restaurantes nauseabundos. Pero les aseguro que no exagero al afirmar que en los últimos diez días he tenido la desgracia de probar el peor sushi de la historia, la porción de pizza más terrorífica del universo y la paella más mediocre de la galaxia. Entono el mea culpa en cuanto a la elección de los locales, especialmente en el caso de la pizza, una de esas cafeterías del centro donde todo es ultracongelado, y en el del sushi, que elegí a ciegas en un ataque de hambre de sábado noche. El de la paella me lo recomendaron personas de las que me fiaba.

Es cierto que Valencia ha mejorado sustancialmente en los últimos años en lo que a oferta y calidad gastronómica se refiere y que hoy somos un referente gracias a nombres como Dacosta, Camarena, Rodrigo, Patiño o Barella. Pero he de decir que no me sorprendió que nuestra ciudad se quedara por segunda vez el año pasado sin ser capital española de la gastronomía.  Cuando salgo a comer o cenar, no suelo quedar satisfecha la mayoría de las ocasiones, sobre todo si elijo sitios informales con la intención de no gastar demasiado. He comido en un área de servicio de Murcia o en un bareto al azar de Madrid mucho mejor que en muchos sitios de Valencia, donde tomarte unas bravas decentes no es nada fácil. Lo bueno, tachar de la lista estos tres últimos ejemplos de anti hostelería y concentrarme en otros que seguro cumplirán mis expectativas. Como solía decir mi padre cuando no le gustaba un restaurante, debut y despedida.

Publicado en Las Provincias el 26/06/2015



viernes, 12 de junio de 2015

LA PRIMERA VEZ


Llegó el día.  Después de pasarte dos meses y medio, mañana, tarde y noche, pegada a él, decides que ha llegado el momento de ausentarte de casa más de dos horas, de volver a interactuar con adultos sin que la conversación verse sobre un único tema y de recuperar por una noche aquella vida propia que solías tener hace no tanto. Antes de la maternidad, cuando se acercaba uno de esos fines de semana que prometían, quedabas previamente con tus amigos para planear los detalles con emoción: dónde ir, qué ponerse, qué beber. Ahora, la planificación se centra en un único punto vital: sacarse leche suficiente para que el bebé no pase hambre durante tu ausencia. Y aunque llevas meses deseando salir, tu lado menos racional trata de sabotearte haciendo que imagines toda clase de cosas horribles que le pueden ocurrir al bebé mientras no estás. Como siempre, tu conciencia es tu peor enemigo.

Pero hay que hacerlo. Hay que dar el paso. Por el bien de tu salud mental, por el de tu vida en pareja y por la pervivencia de la relación con tus amigos. Le das un beso fugaz para no hacer más difícil el momento y te alejas hacia los efluvios de la noche con un nudo en el estómago. Aunque estás algo desentrenada y, además, tienes el consumo de alcohol limitado a dos cervezas, enseguida vuelves a engancharte a la dinámica noctívaga como si nada hubiera cambiado. Saltas, cantas y bailas al ritmo de la música, te ríes sin parar, te haces fotos, saludas, haces colas, conoces gente nueva. En un momento de la noche te preguntan si lo echas de menos. Glups. Te sientes mal al confesar que no.  Cuando llegas a casa, mucho más temprano de lo que preveías, te das cuenta de que después de ver la sonrisa de tu hijo, lo segundo mejor es lo bien que te lo sigues pasando con tus amigas. 
Publicado en Las Provincias el 12/06/2015

viernes, 5 de junio de 2015

25 AÑOS DE FANTASÍA



Tenía quince años cuando se estrenó Toy Story. En plena ebullición adolescente, mis gustos cinéfilos se inclinaban por otros derroteros entre los que no se incluían películas de dibujos animados, que despreciaba por creer limitadas a un público infantil. No apreciaría esta historia donde los juguetes cobran vida hasta que pasó el tiempo y mis prejuicios contra los personajes animados desaparecieron. Eso fue en 2002, una noche que hacía de canguro de mis primos en la que me obligaron a ver Monstruos S.A. Quedé fascinada para siempre por ese cuento maravilloso donde el mundo de los monstruos y el de los humanos convergen a través de Sulley, Mike y la adorable Boo. Fue entonces cuando descubrí Pixar, el estudio de sueños responsable de algunos de los mejores largometrajes de los últimos 20 años, que convertiría a adultos, como yo, que no creímos poder emocionarnos con esas fábulas, en devotos de cualquier producto de la factoría.


Sólo hay que ver los primeros siete minutos de Up para darte cuenta de que estás ante una de las más bellas historias de amor que ha narrado nunca el cine. Y está el diligente robot de Wall-e, la rata con sensibilidad gastronómica de Ratatouille, la jovial Dory de Buscando a Nemo y así pasando por todos un elenco de personajes memorables. Todo el trabajo que hay detrás de estos fascinantes relatos está expuesto desde esta semana en la exposición “Pixar, 25 años de animación” que acoge la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Emociona ver piezas originales de algunas de las películas, desde los primeros bocetos, pasando por storyboards o maquetas tridimensionales de los protagonistas.  Una oportunidad que no deberían perderse si quieren recuperar por unas horas sensaciones de la niñez que solo consigue rememorar la fantasía. 



Publicado en Las Provincias el 5/06/2015