El verano es durante la niñez esa
época deliciosa donde los días eternos y las noches infinitas permiten que los
juegos se alarguen hasta la extenuación. Son los mejores meses para los
chavales. Sin obligaciones ni deberes ni horarios. Con helados, piscina y pandilla nueva. Con
los años, el verano, lejos de guardar ese aroma de felicidad con que se suelen adornar
los recuerdos de la infancia, se me antoja la estación más casposa y cutre del
año. Mientras unos pocos exhiben su palmito con orgullo por las playas, otros
tenemos que procurar disimular los excesos de los meses previos y reconocer que
un año más hemos llegado tarde a la operación biquini. Es esta también la época del sudor, de los
calamares recalentados en el chiringuito y de la machacona canción del verano.
Los hombres sacan del armario ese insulto a la elegancia que son los pantalones
pirata y las camisetas de tirantes mientras nosotras lamentamos no haber
ahorrado los suficiente para la depilación láser el pasado invierno.
Encuentras niños chillando allá
donde vayas y padres al borde del colapso por tener que convivir las 24 horas
con esos pequeños monstruos. Hay
atascos en las carreteras, incendios en los montes y medusas en el mar. Si durante el resto del año se hace difícil
ver la televisión, en estos meses se hace completamente imposible. Además
tenemos que soportar el posado playero de Ana Obregón y la imagen de la Duquesade Alba en biquini. Por destacar algo positivo de esta estación, al menos los
políticos dejan de exhibir su caradura y demostrar su incompetencia durante
unas semanas. A estas alturas, ya habrán adivinado el porqué de mi aversión al
estío. Este agosto me toca trabajar.
Publicado en Las Provincias el 09/08/2013
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